Cuentos

Con todas tus fuerzas
Un padre estaba observando a su hijo pequeño, que trataba de mover una maceta con flores que pesaba mucho. El pequeño se esforzaba, sudaba, pero no conseguía desplazar la maceta ni un milímetro.
"¿Has empleado todas tus fuerzas?", le preguntó el padre.
"Sí", respondió el niño.
"No", replicó el padre, "aún no me has pedido que te ayude".


"Historias para acortar el camino", de Bruno Ferrero.
Creo que la gran mayoría de la gente se siente mejor cuando consigue algo solo, por mucho que le haya costado... a pesar de que compartir ese esfuerzo con alguien es el doble de satisfactorio.


Lo que somos
Los animales del bosque se dieron cuenta un día de que ninguno de ellos era el animal perfecto: los pájaros volaban muy bien, pero no nadaban ni escarbaban; la liebre era una estupenda corredora pero no podía volar ni sabía nadar... Y así todos los demás.
¿No habría una manera de establecer una academia para mejorar la raza animal? Dicho y hecho. En la primera clase de carrera, el conejo fue una maravilla y todos le dieron sobresaliente; pero en la clase de vuelo, subieron al conejo a la rama de un árbol y le dijeron: "¡Vuela, conejo!". El animal saltó y se estrelló contra el suelo, con tan mala suerte que se rompió dos patas y fracasó también en el examen final de carrera. El pájaro fue fantástico volando, pero le pidieron que excavara como el topo. Al hacerlo, se lastimó las alas y el pico y, en adelante, tampoco pudo volar; con lo que ni aprobó la prueba de excavación ni la de vuelo.
Convenzámonos: un pez debe ser pez, un estupendo pez, un magnífico pez, pero no tiene por qué ser pájaro. Un hombre inteligente debe sacarle punta a su inteligencia y no empeñarse en triunfar en deportes, en mecánica y en arte a la vez. Una muchacha fea difícilmente llegará a ser bonita, pero puede ser simpática, buena y una mujer maravillosa... porque solo cuando aprendamos a amar en serio lo que somos, seremos capaces de convertir lo que somos en una maravilla.



Anthony de Mello.
Si yo fuera, si yo tuviera,...  Podemos elegir ser felices con lo que somos o                                                       vivir amargados por lo que no seremos nunca, pero siempre querremos ser.

Galletitas
A una estación de trenes, llega una tarde una señora muy elegante. En la ventanilla le informan que el tren está retrasado y que tardará aproximadamente una hora en llegar a la estación. Un poco fastidiada, la señora va al puesto de diarios y compra una revista. Luego pasa por el kiosco y compra un paquete de galletitas y una lata de gaseosa.
Preparada para la forzosa espera, se sienta en uno de los largos bancos del andén. Mientras ojea la revista, un joven se sienta a su lado y comienza a leer un diario. Imprevistamente, la señora ve, por el rabillo del ojo, cómo el muchacho, sin decir una palabra, estira la mano, agarra el paquete de galletitas, lo abre y después de sacar una, comienza a comérsela despreocupadamente.
La mujer está indignada. No está dispuesta a ser grosera, pero tampoco a hacer de cuenta que nada ha pasado; así que, con gesto ampuloso, toma el paquete y saca una galletita que exhibe frente al joven y se la come mirándolo fijamente. Por toda respuesta, el joven sonríe... y toma otra galletita.
La señora gime un poco, toma una nueva galletita y, con ostensibles señales de fastidio, se la come sosteniendo otra vez la mirada en el muchacho. El diálogo de miradas y sonrisas continúa entre galleta y galleta. La señora cada vez más irritada. El muchacho cada vez más divertido.
Finalmente, la señora se da cuenta de que en el paquete queda sólo la última galletita. "No podrá ser tan caradura", piensa, y se queda como congelada mirando alternativamente al joven y a la galletita. Con calma, el muchacho alarga la mano, toma la última galletita y, con mucha suavidad, la corta exactamente por la mitad.  Con su sonrisa más amorosa, le ofrece media a la señora.
-¡Gracias!- dice la mujer tomando con rudeza media galletita.
-De nada- contesta el joven sonriendo angelical mientras come su mitad.
El tren llega. Furiosa, la señora se levanta con sus cosas y sube al tren. Al arrancar, desde el vagón ve al muchacho todavía sentado en el banco del andén y piensa: "Insolente". Siente la boca reseca de ira. Abre la cartera para sacar la lata de gaseosa y se sorprende al encontrar, cerrado, su paquete de galletitas... ¡Intacto!


"Cuéntame un cuento", de Jorge Bucay. 
Cuántas galletitas habría que compartir para acabar con el egoísmo y la mala fe de mucha gente...


La carreta vacía
Caminaba con  mi padre cuando se detuvo en una curva y, después de un pequeño silencio, me preguntó:
-¿Oyes algo más que el cantar de los pájaros?
Agudicé mis oídos y, algunos segundos después, le respondí:
-Sí, es el ruido de una carreta.
-Eso es- me dijo - Es una carreta vacía.
Pregunté a mi padre:
-¿Cómo sabes que es una carreta vacía si aún no la hemos visto?
Entonces, de nuevo, me mostró su sabiduría:
-Es muy fácil darse cuenta. Cuánto más vacía está la carreta, mayor es el ruido que hace.

 

Anónimo.
Me apasionan las personas que, sin hacer el menor ruido, mueven más montañas                                            que los que se cuelgan medallas sin haber levantado un solo dedo...

El Otro Yo
Se trataba de un muchacho corriente: en los pantalones se formaban rodilleras, leía historietas, hacía ruido cuando comía, se metía los dedos en la nariz, roncaba en la siesta,... se llama Armando Corriente en todo menos en una cosa: tenía Otro Yo. El Otro Yo usaba cierta poesía en la mirada, se enamoraba de las actrices, mentía cautelosamente, se emocionaba en los atardeceres,... Al muchacho le preocupaba mucho su Otro Yo y le hacía sentirse incómodo frente a sus amigos. Por otra parte, el Otro Yo era melancólico y, debido a ello, Armando no podía ser tan vulgar como era su deseo.
Una tarde Armando llegó cansado del trabajo, se quitó los zapatos, movió lentamente los dedos de los pies y encendió la radio. En la radio estaba Mozart, pero el muchacho se durmió. Cuando despertó, el Otro Yo lloraba con desconsuelo. En el primer momento, el muchacho no supo qué hacer, pero después se rehizo e insultó concienzudamente al Otro Yo. Éste no dijo nada pero, a la mañana siguiente, se había suicidado.
Al principio, la muerte del Otro Yo fue un duro golpe para el pobre Armando, pero enseguida pensó que ahora sí podría ser enteramente vulgar. Ese pensamiento le reconfortó. Solo llevaba cinco días de luto cuando salió a la calle con el propósito de lucir su nueva y completa vulgaridad. Desde lejos, vio que se acercaban sus amigos. Eso le llenó de felicidad e, inmediatamente, estalló en risotadas.
Sin embargo, cuando pasaron junto a él, ellos no notaron su presencia. Para peor de males, el muchacho alcanzó a escuchar que comentaban: "Pobre Armando... Y pensar que parecía tan fuerte y saludable". El muchacho no tuvo más remedio que dejar de reír y, al mismo tiempo, sintió a la altura del esternón un ahogo que se parecía bastante a la nostalgia. Pero no pudo sentir auténtica melancolía, porque toda se la había llevado el Otro Yo.


"La muerte y otras sorpresas", Mario Benedetti 
Por las veces que escondemos nuestro Yo, ese que nos conoce mejor que nadie.


El rico más pobre
Una vez, el padre de una familia adinerada llevó a su hijo a un viaje por el campo, con el firme propósito de que viera lo pobre que era la gente de allí y para que comprendiera el valor de las cosas y lo afortunados que eran ellos. Estuvieron durante un día y una noche completos en la granja de una familia campesina muy humilde. Al concluir el viaje y de regreso a casa, el padre le preguntó al niño:
-¿Qué te pareció el viaje, hijo?
-¡Muy bonito, papá!
-¿Viste lo pobre y necesitada que puede estar la gente?
-¡Sí!
-Y... ¿qué aprendiste?
-Vi que nosotros tenemos un perro en casa, pero ellos tienen cuatro. Nosotros tenemos una piscina de 25 metros, pero ellos tienen un arroyo que no tiene fin. Nosotros tenemos lámparas enormes en el salón, pero ellos tienen miles de estrellas. Nuestro patio llega hasta el límite de la casa, pero el de ellos tiene todo el horizonte. Especialmente, papá, vi que ellos tienen tiempo para conversar y convivir en familia, mientras tú y mamá trabajáis todo el rato y casi nunca os veo ni habláis conmigo.
Al terminar estas palabras, el padre se quedó mudo... y el niño añadió:
-¡Gracias, papá, por enseñarme lo ricos que podemos llegar a ser!


Anónimo.
Viene al pelo. "No es más rico el que más tiene, sino el que menos necesita",                                                     y el que antes se da cuenta.


Ilusión
Había una vez un campesino gordo y feo
que se había enamorado -¿cómo no?-
de una princesa rubia y muy hermosa...
Un día, la princesa -vaya usted a saber por qué-
dio un beso al feo y gordo campesino
y, mágicamente, éste se transformó
en un esbelto y apuesto príncipe.

Por lo menos, así lo veía ella...
Por lo menos, así se sentía él...



"Cuentos para pensar", de Jorge Bucay 
Una historia de amor de las buenas, que se cuenta con pocas palabras. Absolutamente genial.